Propiedad

Feliz Año Nuevo.

Estoy un poco sin ideas para el blog. Mejor dicho, tengo muchas ideas e incluso listas de temas sobre los cuales escribiré antes o después, pero no consigo ponerme en marcha. Debe ser que estoy con la “flojera bloguera” sobre la que ya he escrito y que todos los que tenéis un blog conocéis y habéis sufrido en alguna ocasión, o quizá se trate de un episodio post-navideño. Cuando estoy ahíto no puedo escribir, no me preguntéis por qué. A ver si la dieta del apio me desbloquea las meninges.

Desde luego pienso seguir escribiendo sobre aspectos de la sociedad estadounidense y de mi vida en Washington que me llamen la atención y me parezcan dignos de ser contados. Con divertimentos y desvíos puntuales, por supuesto, como el de hoy. Aunque quizá no sea tanto un desvío, no lo sé. Juzgadlo vosotros.

Leo una noticia en el New York Times que me llama la atención. Hago un inciso: recibo a diario el Washington Post, pero me temo que se ha convertido en un periódico menor para cuestiones internacionales y que tiene cada vez un tinte más local. Hoy vuelven a salir en la portada de la sección cultural (sí, cultural) los malditos Salahis, que están hasta en la sopa, junto a otro fulano que al parecer también se coló, como éstos, en la cena de estado que dio Obama hace un par de meses en la Casa Blanca. Un hartazgo. Por eso leo el NY Times “on line”.

El artículo al que me refiero aborda un tema respecto al cual España y los Estados Unidos (y el Reino Unido y muchos otros lugares) se parecen bastante: el de la propiedad inmobiliaria o, mejor dicho, la conciencia colectiva de que ser propietario de una vivienda es no sólo un objetivo deseable sino irrenunciable, además de la mejor inversión de presente y de futuro que exista. No me voy a poner a analizar los efectos sobre esta mentalidad “propietarista” de la crisis actual, provocada (al menos en Estados Unidos y España) en gran medida por el exceso de oferta inmobiliaria y los precios inflados, es algo demasiado complejo y además imposible de conocer de momento, pues me da la impresión de que, debido a que los tipos de interés se han mantenido bajos, si bien el mercado de la vivienda secundaria se ha hundido, el urbano se mantiene.

Yo no soy, ni he sido, propietario. Siempre alquilo la vivienda donde decido vivir. Soy dueño de un montón de objetos variados y disparatados: muebles, discos, cuadros, ropa, cachivaches de todo pelaje y colorido, y libros, muchos libros. Voy con mi chico de un lado a otro con la casa a cuestas o, mejor dicho, con los contenidos de la casa a cuestas, y no me quejo, me encuentro a gusto. No voy a ocultar que con frecuencia regular me planteo buscar y encontrar “algo”, alguna vivienda en algún lugar donde considere que me vaya a encontrar a gusto de un modo más o menos permanente. Me temo que estoy ya en esa edad en la que se cruzan por la mente visiones de un “yo” futuro, jubilado (lo que me ha costado escribir esto), viejo. Tampoco oculto que no me quiero desprender de los libros, que hemos acumulado con tanto cariño a lo largo de los años, pero me gustaría tener un lugar permanente donde guardarlos y dejar que engorde la familia impresa. Pero no me decido jamás, y es sobre todo porque me gusta estar como estoy, con libertad para elegir y cambiar. A pesar de los inconvenientes, que son muchos, de las mudanzas.

Es éste un tema que sale muy a menudo en conversaciones con amigos, familiares, colegas y conocidos. Todo el mundo tiene una opinión, casi siempre contraria a la mía. Se me suele decir que alquilar es tirar el dinero, pero nadie parece comprender mi punto de vista de que me puedo permitir alquilar una vivienda mejor de la que podría adquirir. Al parecer, soy un snob porque no quiero pedir dinero prestado a un banco. Se me dice también que tengo que pensar en mi jubilación (“los años dorados” le llaman aquí en Estados Unidos, menuda cursilada), pero tampoco se me hace caso cuando contesto que ya lo he pensado pero no conozco cuáles serán mis necesidades cuando tenga 70 años y por lo tanto no puedo tomar ahora esa decisión. No sé si querré vivir en una ciudad o en el campo, en España, Brasil, Nueva Zelanda o el Reino Unido, en un lugar de frío o uno de calor, en un piso o en un adosado. Se me dice que tengo que pensar en la herencia, en las generaciones venideras. Aquí sí que pongo el freno, y no porque no tenga descendencia ni la vaya a tener, sino porque siempre he creído en el valor de cada persona como tal, no en lo que hayan recibido de sus antecesores. Es una de las cosas que más rabia me da de la versión actual de los Estados Unidos. De ser un país sin consideración social hacia la herencia, se ha convertido en algo parecido a España, donde matamos por el trocito de un terruño que nos “corresponde” como herederos. En fin. Ah! Se me olvidaba. El argumento de la seguridad y la continua e inagotable evaluación del “ladrillo” solía estar al inicio de la lista. Ahora, lógicamente, ya nadie se atreve a utilizarlo.

Suelo intentar ver ambos lados de la balanza y reconozco que no tengo las ideas del todo claras. Por eso me ha gustado el artículo del NYTimes, porque cuenta el caso de una pareja que siempre había alquilado hasta que compraron una vivienda en la que fueron muy felices en ella durante una temporada… hasta que les entraron ganas de mudarse y se dieron cuenta de que es complicado, difícil, costoso, pesado. En realidad comprendieron que les daba pereza y aunque el cuerpo les pedía irse a otro lado, era más fácil quedarse donde están pues al fin y al cabo no tienen ningún motivo real para mudarse.

No oculto que me asusta la idea de ser propietario de una vivienda, encuentro que es demasiada responsabilidad, o al menos una responsabilidad que no me apetece tener, sobre todo cuando sé que voy a seguir moviéndome de un lado a otro. Quizá me pasa lo mismo que a la pareja del artículo, que me da pereza cambiar mi estado. Lo mismo, pero al revés, claro, porque querer mudarme me parece un motivo sobrado y muy real para hacerlo.


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