Identidades

El otro día, cuando estaba en la conferencia sobre discriminación racial en Atlanta, hubo un momento cuanto menos curioso. Una ponente brasileña hablaba del espectro racial de la población reclusa en su país y se refirió a “blancos”, “negros” y “pardos”. Casi todo el mundo levanto las orejas al oír la palabra pardos, y pidieron explicaciones. La experta que hablaba dijo sin miedo a equivocarse que en Brasil “pardos” son todos los que no son ni blancos ni negros, sino que tienen algún tipo de mezcla racial, y añadió con naturalidad, desde su propia piel «parda», que probablemente en realidad la mayor parte de la población caiga en dicha categoría.

Hubo un cierto revuelo en la sala. Yo, con mi corrección política a cuestas, arqueé la ceja: lo de “pardos” me sonaba a mulato, mestizo, zambo, moreno, tostado, café con leche, descripciones del color de piel que han dejado de ser utilizadas por no herir sensibilidades. Lo curioso es que éramos los blancos de la conferencia los que más molestos parecíamos estar con el término “pardos”, que es por cierto como una novia mía de la universidad (sí, todos tenemos un pasado, y algunos tenemos muchos) describía mis ojos. En los países donde hay gran mezcla racial no se andan con esas tonterías, cada cosa tiene su nombre y nadie se escandaliza por ello. Stanwyck me contó en su día que en Haití, país que conoce bien, hay algo así como veintypico palabras para describir el color de piel que va del blanco al negro. Sí, cuanto más blanca la piel mejor (y eso ocurre en todas las culturas y regiones del mundo), pero esas palabras no son discriminatorias, son meras palabras. ¿O no?

La disputa la zanjó una catedrática muy salada de UCLA que dijo que todo es cuestión de identidad y que la identidad se elige. Ser negro, según ella, no depende exclusivamente del color de piel sino de que la persona en concreto se identifique como afro-descendiente. Con la mente calenturienta e incansable que tengo, en seguida urdí el argumento de una serie de televisión en que una familia negra acomodada adopta a una niña blanca y rubia pero la niña, ya adolescente, se identifica como afrodescendiente, sufriendo todo tipo de pequeñas humillaciones sobre todo por parte de los chicos negros. Algo así como “Imitación a la vida” pero al revés, con los padres interpretados por Vanessa Williams y Terrence Howard y la niña por alguna actriz adolescente aún sin descubrir (pero que no sea la típica anoréxica que echa los hombros para adelante). En clave de comedia, por supuesto, las humillaciones serian en plan “Glee”, nada excesivo. Y al final triunfaría el amor, por supuesto, y la armonía de la integración racial.

El año pasado leí un libro interesante, de título muy cursi, “El abrazo esquivo”, escrito por Daniel Mendelsohn, un profesor de cultura clásica en Princeton y colaborador habitual del New York Review of Books. El autor se regodea en sus múltiples identidades: judío, homosexual, eslavo-descendiente, padre de familia y no sé que más. Había aspectos muy interesantes, sobre todo lo relacionado con su familia lituana y su llegada a Estados Unidos, pero otros más bien ridículos, como cuando se pregunta si su identidad gay queda comprometida por el hecho de vivir dos calles al norte del límite oficial del barrio de Chelsea (imagino que todos lo sabéis pero por si acaso, Chelsea es el actual barrio gay de Nueva York). Pero daba con la clave de todo el “asunto” identitario: es algo que se elige aunque en parte viene determinado por cómo y dónde nacemos.

El problema identitario es de ricos. La gente que tiene buscarse el pan diario no se preocupa por definirse y auto identificarse, bastante tienen con seguir viviendo y tirando hacia adelante. Los que tenemos cubiertas las necesidades básicas nos ponemos a jugar al puzle de la vida y ver donde encajan las piezas del rompecabezas. El problema está en que solemos jugar con compartimentos estancos, que es más cómodo que intentar realizar y comprender nuestra propia personalidad; cruzamos las categorías a las que creemos que pertenecemos e intentamos comprender el resultado. En el fondo es todo más bien absurdo, cada uno somos distintos y no fungibles, pero nuestra obsesión por categorizarlo todo es demasiado fuerte y caemos además en las trampas que nos tienden los adalides de las políticas identitarias, que son lo peor, por cierto.

El fin de semana pasado, que aquí fue de tres días, aprovechamos para hacer varias excursiones por los alrededores de DC. Me puse a jugar a las identidades con cada grupo de personas que veía: por algún motivo todo estaba llenos de moteros. ¿Ser motero es una identidad? ¿Qué pasa si uno además de motero es asiático? ¿Y barbudo? ¿Hay categorías distintas para cada cosa? Es sorprendente lo parecidas que son las personas que pertenecen a este tipo de grupos urbanos de “identidad” muy definida. Da la impresión de que un día se dieron cuenta al levantarse que su look iba por ciertos derroteros y decidieron abrazarlo. Pero, ¿es simplemente un look o hay algo más, algo que realmente afecta a lo que son? Por una casualidad, el domingo acabamos compartiendo mesa y mantel con una mujer fascinante: viticultora pionera, ex banquera, lesbiana, madre de seis hijos… bueno, quizá debería decir padre de seis hijos porque cuando nacieron era su padre, al cabo de los años se sometió a una operación de cambio de sexo. O, como dirían los profesionales de las políticas identitarias, de reasignación de género. ¿Cuál es la identidad de esta mujer? ¿Encaja en alguna categoría?

La verdad es que a mí, que como a tantos otros, como a casi todos, me costó media vida desembarazarme de complejos, miedos e incertidumbres hasta ser capaz de comprenderme y quererme, me espanta la idea de tener que conformarme a determinadas pautas identitarias que supuestamente, por ser “x”, “y” o “z”, debo obedecer. Nunca he encajado del todo en ninguno de los mundos a los que supuestamente pertenezco y no fui feliz hasta que me dejé ser. Ser yo mismo, sin querer ni pretender ser lo que no soy ni lo que creo ser, ni lo que otros creen que soy o debo ser.

Cuando yo era pequeño, en España no había negros. La primera vez que vi a un hombre negro por la calle tuve la mala suerte de estar con mi abuela y la buena suerte de estar también con mi madre. En la ignorancia e inocencia de mis 3 o 4 añitos y de finales de los 60, pregunté qué le pasaba a ese señor de piel tan oscura. A mi abuela le faltó tiempo para decirme que es que estaba hecho de chocolate. Y mi madre la corrigió de inmediato –no tenían la más cordial de las relaciones, todo hay que decirlo- y me dijo que eso no era cierto, que simplemente tenía la piel más oscura, sin que ello suponga mayores diferencias. Luego las dos se pusieron a discutir a puyazo limpio sobre la mejor manera de educar a los niños, y yo seguía mirando absorto a aquel hombre que me parecía extraordinario, pero con la lección aprendida. Y soñando con la posibilidad de que existan personas de chocolate, que es algo que aún hoy espero que sea cierto.


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