Sensation… (ii)

El argumento de “Asesinato en la Dijcoteca” era bastante absurdo: Johnny, un chulo-putas y rey de la pista con atuendo al estilo Toni Montana, es asesinado (primer problema: la muerte era a balazos en plan «Scarface«, y queríamos que la escena fuese con Johnny cayendo a la piscina y el agua tiñéndose de rojo; la madre de Antonio dijo que nones). Empieza la investigación, aparecen los policías torpes e interrogan a todo quisqui: putas, matones y travestis, que eran los papeles que teníamos asignados. Yo me pedí hacer de travesti, ya sabéis que lo de la confusión de género es lo mío. Tenía un dialogo impagable con una de las putas (que interpretaba mi amiga Ana; “Ana y Johnny”, lo pilláis, ¿verdad? Pues eso). Era una ordinariez supina más o menos de esta guisa:

– Puta: “Que te pasa tía, que te veo chunga”
– Travesti: “Pues no sé qué es, estoy con un mal rollo cosa mala”
– Puta: “A ver si es que te ha bajado el tomatazo”
– Travesti: “Que no te enteras, bonita, que ni chocho ni tomate. Qué más quisiera yo. A ver si ahorro y me pongo chocho, pero tomate no pienso ponerme. Alguna ventaja tenía que tener”.
– Puta: “Pues tú te lo pierdes”.
– Travesti: “Lo que tú digas”.

Como veis, todo muy fino y edificante, con toques McNamara. La película no tenía ni pies ni cabeza, eran todo diálogos sueltos, interrogatorios de policías idiotas a los personajes de la «Dijcoteca», que no tenía nombre aunque teníamos previsto filmar exteriores un domingo por la tarde en “Osiris 2”, en Cea Bermúdez, donde se formaban unas colas de escándalo para entrar. Entre medias colgábamos los números musicales. Además de “Sensation Penetration” teníamos la canción “Sniff Sniff”, un número Heavy Metal al más puro estilo “Obús” (por si alguno lo recordáis, se parecía a “Yo sólo lo hago en mi moto”) cuya letra decía lo siguiente:

Sniff Sniff Sniff
Siente la coca
Como te sube
Por la picota


Sniff Sniff Sniff
Siente la coca
Como te llena la pelota!!

Nunca pasamos de esta primera estrofa. Y en el fondo, mejor así.

Aquella tarde de verano merendando en la piscina fue inolvidable. Nos salían diálogos, estrofas, rimas e ideas sin apenas esforzarnos. Todo era creatividad y, en el fondo, inocencia. Y todo se desvaneció del mismo modo que surgió. Nunca filmamos la película, nunca terminamos de escribir los diálogos, de componer la letra de la segunda canción, de poner a punto las coreografías, el vestuario. Ni siquiera pedimos prestada la cámara de Super-8. Pero nos lo pasamos tan bien. Nos lo pasábamos siempre tan bien.

En 1986 conseguí lo que más anhelaba: una beca para irme un año a estudiar a París. Fue un año muy raro, tendría que haber sido glorioso pero fue muy triste, me deprimí. No creo que París tuviese nada que ver con ello, ahora, casi un cuarto de siglo después, me doy cuenta de que si me hubiese quedado en Madrid, con la protección familiar, del entorno conocido y de mis amigos, me habría pasado lo mismo. Fue uno de esos momentos de transición, de conocimiento de uno mismo, de asunción de imperfecciones, debilidades y fortalezas. Conozco la geografía de París como la de ninguna otra ciudad. Me pasaba las tardes y los fines de semana enteros caminando de un lado a otro con sol, lluvia o nieve, intentando comprenderme y quererme, procurando dar sentido a mi vida y mis tribulaciones. Y escuchando a Mahler, Schoenberg y Berg. Las depresiones se crean y ellas se alimentan solas.

Me tiré un año echando de menos a mis amigos, a mi nueva familia, los únicos que podían salvarme del tedio y del desamor. O eso creía. Cuando regresé a Madrid todo había cambiado. El grupo musical estaba acabado, yo me había ido a París y Javier se había marchado a Estados Unidos, de donde no volvió. El grupo de amigos había crecido, se había incorporado gente nueva, a quien yo no conocía, y que me cayeron fatal de entrada. El núcleo principal que formábamos Miguel, la chica innombrable y yo, estaba roto. Ya no era un triunvirato, sino un binomio, en el que yo ya no tenía cabida. Pero de todo eso tardé en darme cuenta. Poco antes de mi cumpleaños, en octubre, tuve mi primer encuentro sexual con otro hombre. Se llamaba Esteban, lo conocí en la piscina. Me abordó en un par de momentos de descanso entre largo y largo, era atractivo, muy simpático y educado y algo mayor. Se duchó a mi lado, luciendo una erección magnífica. A la salida, en la calle, me abordó de nuevo. Tomamos un café, me invitó al cine. Vimos “La Bamba”. Le dije que era primerizo y que tenía miedo. Se portó muy bien conmigo. No sé qué fue más intenso, el placer o la culpa, sólo sé que era incapaz de discernir si quería morirme o darle mi vida entera a un extraño al que jamás volvería a ver.

Solíamos celebrar todos los cumpleaños con una fiesta, pero no la hubo para mí en aquella ocasión. Un par de días antes se me hizo llegar a través de terceros un mensaje: no habría fiesta por mi cumpleaños y era preferible que me buscase nueva compañía, pues mi presencia ya no era bienvenida en el grupo que yo había contribuido a crear. Fue un “ya no te ajunto” mayúsculo, pueril, irracional e inexplicable en el extremo, que supuso un golpe terrible que no sabía, ni podía, ni tampoco intenté comprender. Procuré a lo largo de los meses siguientes, sin mucho éxito, no pensar demasiado en mi ostracismo personal pero era imposible, viendo a mis antiguos amigos diariamente en clase. Aquel año, el último que pasé en la Universidad, tuve las mejores notas de mi vida, un abanico impecable de matrículas de honor y sobresalientes. Como había ahorrado bastante con las clases particulares, al terminar los exámenes de junio me fui de viaje a extremo oriente, lo más lejos posible. La idea inicial era estar dos semanas de viaje y quitarme de en medio. No regresé a Madrid hasta cuatro meses y medio después. Salvo a Ana, que también fue purgada por aquel grupo de amigos y que hoy es una de las personas más cercanas a mí y a quien más quiero, no los he vuelto a ver. Miento, vi no hace mucho a Miguel en una reunión de ex alumnos del colegio pero ya no era aquel chico moreno, con mucho pelo y brillo en los ojos y una cámara de fotos siempre al cuello. Era un cuarentón más, aletargado, barrigón, aburrido, sin interés, invisible, indistinguible de cualquier otro, yo incluido.

No volví a pisar la facultad de derecho de la Complutense hasta hace un par de años, cuando tuve que ir por motivo de trabajo. Apenas reconocí los espacios pero tuve esa extraña aunque nada desagradable sensación de haber sabido cambiar a tiempo el curso de mi vida, que es tan distinta, en realidad mucho más feliz, a como la imaginaba cuando estudiaba en aquellas aulas. Lo único que no ha cambiado, según me dicen quienes me conocían entonces y me ven hoy, es que aún me brillan los ojos.

Me voy unos días de viaje. Me llevo el portátil e intentaré seguir comentarios y escribir algo desde Inglaterra. Perdonadme si no hago un seguimiento del bloguerío como es debido


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